(Info: Elpais.com)
Una encuesta realizada puerta a puerta por todo Brasil ha traducido en una detallada radiografía lo que salta a la vista con el espectacular aumento de personas sin techo, de las colas ante los comedores benéficos y de lo vacías que están las carnicerías en las zonas rurales o en las favelas: el fuerte aumento del hambre. Unos 33 millones de brasileños (el 16% de la población) no tienen qué comer, según una encuesta realizada por la Red Penssan, una alianza de investigadores académicos y organizaciones de la sociedad civil, divulgada este miércoles. En poco más de un año, los hambrientos se han incrementado en 14 millones (es decir, más que los habitantes de São Paulo, la ciudad más poblada de América Latina). Durante la pandemia, el hambre se ha disparado a niveles de hace tres décadas.
Ni la epidemia del coronavirus, ni el agravamiento de la crisis económica que ha conllevado son el único factor que explica este brutal aumento del hambre. Esta segunda encuesta nacional apunta a los desastrosos efectos del desmantelamiento de políticas públicas vitales para las familias pobres. Por ejemplo, las compras institucionales que permiten a los pequeños agricultores disponer de una renta por suministrar alimentos a las escuelas. Que los niños no vayan al colegio significa aprender menos, pero también alimentarse peor porque ya no tienen un desayuno o una merienda garantizados.
La encuesta se basa en visitas a más de 12.000 hogares repartidos por casi todo el vasto y desigual territorio del país, que fueron realizadas entre noviembre y abril pasados.
Nilson de Paula es investigador de Políticas Públicas, uno de los autores del informe de la Red Brasileña de Investigación sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria y así define el hambre: “Cuando un miembro de la familia deja de alimentarse, ya no queda comida ni tienen dinero para comprarla”. El profesor de la Universidad Federal de Paraná recalca al teléfono desde Curitiba que “el hambre es un proceso”.
Antes de llegar a padecerlo, las necesidades se van acumulando. Los 33 millones de ciudadanos hambrientos son parte de un grupo mucho mayor, el de los 125 millones de brasileños que viven de manera cotidiana con la inquietud de si van a tener dinero o alimentos que colocar en el plato para desayunar, comer o cenar.
El favorito en las encuestas para las próximas elecciones, Luiz Inácio Lula da Silva, del izquierdista Partido de los Trabajadores, se ha referido a los preocupantes datos a primera hora de la mañana en un tuit. Lula ha recordado que cuando llegó a la presidencia, en 2003, su “meta era simple: garantizar tres comidas al día para los brasileños”. A eso ha añadido: “Sacamos a Brasil del mapa del hambre, pero desgraciadamente nuestro país retrocedió”. El hambre vuelve a ser una de sus banderas, como lo fue a principios de siglo.
Una recesión económica impulsó el descontento y la destitución de Rousseff. La economía brasileña lleva una década estancada y los siguientes Gobiernos, grandes defensores de recetas liberales, fueron sistemáticamente desmantelando buena parte de esas ayudas. El presidente Jair Bolsonaro ha rebautizado Bolsa Familia, el programa más famoso y eficaz contra la pobreza, como Auxilio Brasil y ha duplicado la cuantía. Lo considera su gran reclamo ante los más pobres, pero ni así ha logrado atraer más apoyos entre ellos, según reflejan las encuestas. Para la red Penssan, “las medidas gubernamentales para contener el hambre son aisladas e insuficientes” con una inflación desbocada y rentas menguantes.
El hambre, como todo en Brasil, no escapa a la desigualdad. Como suelen decir los activistas brasileños, tiene género y color. La información recabada por los encuestadores permite hacer una radiografía de los hambrientos. Viven en un hogar —o una chabola— que encabeza una mujer negra con hijos y está ubicado en el campo en el norte del país.
El profesor de Paula subraya que, “en una sociedad marcada por una profunda desigualdad como la brasileña, no es posible que el problema del hambre sea resuelto por las meras fuerzas del mercado”. Explica que en los últimos años “la negligencia del Estado ha pasado a ser determinante. Existe una precarización sistemática de las políticas públicas”, impulsada por Gobiernos partidarios del Estado mínimo. Y la pandemia ha agravado un panorama cada vez más hostil para los pobres, con el paro en aumento y los salarios y la renta en caída.
Por si fuera poco, una inflación que está entre las más altas del mundo corroe especialmente el bolsillo de los que menos tienen. Y la inflación se come el aumento del salario mínimo. Datos que dibujan un panorama catastrófico para buena parte de los brasileños.
Un tercio de la ciudadanía vive con menos de medio salario mínimo, fijado en 1.212 reales (230 dólares, 250 euros). El hambre en Brasil es un problema, sobre todo, de renta, de falta de dinero, insiste el coautor del informe. Para ilustrarlo, ofrece el siguiente dato: “Entre los que ganan por encima de un salario mínimo, el hambre, la inseguridad alimentaria grave, es solo del 3%”.